En medio de todo esto, dos cosas le daban un especial encanto: los regalos que se recibían la noche del 24 de diciembre (o al amanecer del 25) y los deliciosos dulces y bocados que se preparaban en cada casa para ofrecer y compartir con vecinos, familiares y amigos. Durante los nueve días previos a la entrega de los regalos, se realizaba la llamada novena de navidad. Estos eran el pretexto para que cada noche se visitaran varias casas de amigos en las que se podía degustar algunos bocadillos deliciosos que, literalmente, hacían más dulce la espera.
El climax estaba en la noche de navidad, en primer lugar porque era el momento de la entrega de los regalos, y en segundo (pero no menos importante) porque se servía una cena especial, siempre impregnada de la mágica e inconfundible sazón de mi madre, en torno de la cual se reunía toda la familia.
Hoy, luego de los años, pese a que algunas de las motivaciones iniciales han cambiado, el encanto y la magia de la navidad sigue latente. Debo reconocer que ahora no me interesan los regalos que eventualmente pueda recibir, tampoco suele ser, para mí, un período de vacaciones. Sin embargo, saber que en esos días voy a encontrarme con mis familiares más cercanos y con mis mejores amigos; que podré compartir con ellos una sencilla pero deliciosa cena, un café con un postre tradicional o una galletas, me llena de una ansiedad semejante a la que me invadía en estea época cuando aún era un niño.
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